De cara al horizonte

lunes, 22 de marzo de 2021

El monstruo del hilo

Se sentó, dejándose caer, casi como si la vida le hubiera abandonado y su cuerpo fuera un mero montón de materia vacía, a la que la gravedad reclamaba por ley. Y ahí se quedó, inerte, cáscara vacía de un alma hueca donde solo retumbaba el eco de sus recuerdos, como si fuera un monstruo de proporciones inmensas resquebrajando con violentas pisadas el suelo de su memoria, perdido en un laberinto indescifrable en la parte más remota de su consciencia. Pero allí sólo llegaba una vibración, un pequeño hormigueo tan insignificante como la tenue luz de una bombilla vieja sumida en la oscuridad de la inmensa noche. Así estaba, en medio de un denso letargo, sintiendo sus nervios pero no sus manos, inhalando sin respirar, mirando sin ver, oyendo sin escuchar. De repente, sintió una pequeña punzada en su estómago, como cuando un niño pequeño hace una trastada y se olvida de ella hasta que su madre encuentra una prueba inesperada, una pieza perdida de un puzle que creyó tirar. Esa punzada que agujerea tu cuerpo y anticipa un dolor que, aunque desconoces por qué, ya sabes que llegará. Los nervios le devolvieron la consciencia y las manos recuperaron el nervio, y empezaron a buscar una grieta en esa cáscara vacía que era su cuerpo, hasta topar con un hilo que atravesaba su corazón. Un pequeño hilo que se perdía en la inmensidad de la noche sin vislumbrar su fin, y cuyo inicio parecía estar en lo más profundo de su ser. Sus manos lo agarraron con fuerza y comenzó a doblarse sobre sí mismo, siguiendo el camino hacia el abismo de su interior. Al principio corría con desesperación y sus piernas volaban empujadas por el ansia de resolver un misterio, de responder a una pregunta que aún nadie ha hecho, cuya respuesta ya existe, nadie conoce, pero solo intuirla tiñe de gris un cielo azul. A medida que tiraba del hilo, o el hilo tiraba de él, a medida que se perdía en sus entrañas, comenzó a caminar más y más despacio, hasta que se detuvo. Y sintió en sus manos un temblor, el del hilo que vibraba agitado por los violentos pasos de sus recuerdos. Entonces se dio cuenta de que ese hilo no era otra cosa que el tiempo, y sus recuerdos lo habían encontrado y tiraban de él para abrirse paso entre el vacío de la indiferencia para llegar hasta su cáscara y agitarla con furia para sacarla de su letargo. Pues a veces es mejor una botella llena de barro firmemente asentada en el suelo que una vacía, hueca, arrastrada por el viento que la empuja y golpea sin piedad. Y es que, en ocasiones, los monstruos no son malos, solo arrastran una etiqueta que nuestro miedo les puso para poderse esconder. Corrió y corrió de vuelta, tan rápido como pudo, pero sus manos soltaron el hilo y sus recuerdos le atraparon. En algún lugar del mundo, un cuerpo yace indiferente, inhala sin respirar, oye sin escuchar, y mira sin ver que el hilo sigue ahí, donde siempre, mostrando un camino incierto mientras su alma da vueltas luchando contra un monstruo que nunca lo fue.

jueves, 13 de agosto de 2020

El abismo

No sabía cómo, no sabía por qué, pero ahí estaba otra vez. El mismo abismo ante sus pies, tan profundo que, en la noche, ni siquiera la luna era capaz de alumbrar su frío fondo. Si se daba la vuelta, aún podía ver la huella de los pasos que le habían conducido allí la última vez. Al otro lado todavía estaban los restos de la cuerda que alguien le había lanzado para cruzarlo, ya rota y deshilachada, pues había sido usada más de una vez. Pero ahora no había nadie para lanzarle otra cuerda y no podía volver atrás. Nomadi quiso recordar en qué momento se perdió de nuevo en el bosque, cómo fue capaz de salirse de la senda otra vez. Otra puta vez estaba ahí, sintiendo que todo estaba perdido y que su única opción era saltar al vacío y rezar para que, en ese fondo oscuro, hubiera algo que amortiguara su caída. Esa sensación, una vez más, y eso pese a que las anteriores se juró a sí mismo que jamás se permitiría volver a ese lugar. Y durante un tiempo, nada parecía indicar que así fuera, y el bosque le regalaba un camino fácil, agradable, una senda rodeada de árboles inmensos que, no obstante, eran tan perfectos como para dejar ver el cielo inmenso entre sus ramas generosamente adornadas de hojas. Incluso en la noche, ese bosque recogía la calidez de las estrellas que impregnaba cada milímetro del suelo, cada piedra, cada grano de arena, cada gota de agua de cada charco, río y pantano; y la guardaba hasta que el sol volvía a su lugar para retomar el relevo. Era un bosque tan verde que si la felicidad se midiera en ese color, algún ser en otro planeta a millones de años luz podría observar un tenue resplandor verde inundando el universo saliendo de ese bosque. Y, de repente, Nomadi había abierto los ojos y estaba ahí de nuevo, en ese abismo lleno de oscuridad, donde un riachuelo bordeaba el filo y se precipitaba hacia lo desconocido en dos finos hilos de agua, como si el bosque llorara de dolor. Qué le había empujado a estar ahí otra vez, no lo recordaba, porque él no quería estar ahí. A veces sentía que sus pies avanzaban solos, rebeldes y anárquicos, haciendo caso omiso de lo que su cerebro les ordenaba. Era como si se hubieran acostumbrado tanto a caminar en la oscuridad, en el dolor, que aunque su cerebro les decía que era posible seguir una senda distinta, ellos acababan por volver ahí. Y ahí estaba otra vez, con el alma en los pies, esos que le habían traicionado. Suplicaba por volver a tener una cuerda, por volver a entrar en ese bosque verde y cálido, que era casi como el cielo. Y se juraba a sí mismo que se pondría otros zapatos, unos nuevos, distintos a las otras veces, que domaran a sus rebeldes pies, y que dejaría de tener miedo al pisar el suelo si sus ojos solo veían luz. Pero no hay siempre cuerdas disponibles, y Nomadi no podía contar con que volviera a suceder. Pero tampoco tenía fuerzas para dejarse caer. Así que el pequeño nómada se quedó ahí, sentado, al borde del abismo, y al lado de los dos riachuelos, lloró junto al bosque. 

miércoles, 10 de octubre de 2018

Ahora

Ir tan alto que el
oxígeno me falte,
y allí ser tan feliz
que el oxígeno me sobre.

Mirarte de reojo y
dejar de pensar,
sentir que algo me
arrastra a la muerte cerebral
racional.

Ahogarme con los
hormigueos en las manos
por quererte agarrar
para no soltarte jamás.

Tocarte y descubrir
que la piel es mi
órgano preferido,
bueno, el segundo,
no vamos a mentir.

Vivir sin un plan,
solo por la aventura
de no saber qué
pasará mañana al despertar.

Escribir sin más,
amordazando al cerebro
y enredando el papel 
entre mis venas y nervios,
dejando que mi cuerpo
decida que palabra va...
ahora.

jueves, 22 de marzo de 2018

El científico loco

Qué es la valentía si no se es valiente, si no coges la hoja del diccionario por la letra v y haces con ella un avión de papel en el que metes tus sueños y los lanzas al aire con todas tus ganas para ver hasta dónde llegan. Qué sería de la libertad, nada más que una palabra bonita, si no empezáramos por definirla como nos diera la gana, usarla cuando quisiéramos y traducirla a otros idiomas con sonidos inventados. Qué sería de los principios, de la vida, que es en sí caos y cambio, si nuestra vida no fuera en sí un cambio permanente, una voluble y concienzuda expresión de nuestro yo más intenso e interno, y al mismo tiempo, un terco y definido reflejo de una ambición clara. Ay, qué sería de la felicidad si no la buscáramos a costa de todo y de nada, si no la persiguiéramos pertrechados con tantas armas que nos hicieran daño hasta en el sentido común, si no dejáramos volar nuestra imaginación tan lejos que la razón apenas pudiera seguir su camino, ni siquiera su estela, ni siquiera el rastro en el recuerdo de aquellos que la vieron pasar. Qué sería de tantas cosas si no las hubiera visto en ti, si no me las hubieras contagiado, inculcado, contado, demostrado, a veces negado o renegado, si no las hubieras llevado grabadas tan a fuego en tu piel que hasta las células las sienten. Qué sería de mí, más que un nombre, un DNI, si no fuera por ti. Y qué contento estoy de mí, por ti, porque hasta las cosas en las que no nos parecemos me gustan, bien porque me gustan en ti, bien porque el hecho de que las personifiques las han borrado de mi ser. Eres como la probeta gigante de un científico loco que olvidó la ciencia y cuya única hipótesis es que la vida está para vivirla. Gracias por enseñarle al mundo, por enseñarme a mí que equivocarse puede ser bueno y que ser feliz es algo tan impagable que merece la pena arriesgar hasta lo que uno no tiene por el mero hecho de poder tenerlo todo. Gracias, porque solo pensar que estás ahí, que te tengo de ejemplo de tantas cosas buenas y, seguramente, para que no me corrijas llena de humildad, malas; es el mayor regalo que me has dado nunca. Y te lo recuerdo hoy, en el día de tu cumpleaños. Qué egoísta soy. Justo eso no lo aprendí de ti.

Felicidades mamá.


miércoles, 28 de febrero de 2018

Perdiendo el norte

He perdido el norte, también el sur,
me he perdido tanto que lo único
que encuentro en este puto mundo eres tú.

Y no sé si la brújula ya no funciona
porque eres tú el imán que ha convertido
su manecilla en un juego de azar.

He quemado los mapas
con el fuego que arde
en mis manos, en mi pecho
cada vez que te veo.

He pensado que mejor
no vuelvo a pensar nunca más,
que me arranco el cerebro
y ya, si quieres, lo puedes tirar.

He arrancado de mi sangre
toda voluntad que no sea
ser feliz cuando sonríes.

Pero aún queda un amargo
aroma a miedo cada vez
que de tu boca sale un silencio.

Y aun así, pese al miedo,
pese a tus silencios
y a los silencios,
a tu rebeldía
y a la rebelión
de un mundo que se
revuelve contra mí
sin aparente razón.

Aun así, joder, qué feliz soy,
solo con sentir que estás ahí,
que aunque no sepa a dónde,
ya sé que solo no voy.

miércoles, 14 de febrero de 2018

El día en que Nomadi encontró su hogar

Bosques frondosos, mar abierto, acantilados tan altos que el vértigo absorbía el oxígeno de su cerebro y la valentía huía de su pecho por sus piernas dejando un cosquilleo nervioso al borde del miedo. Nomadi había visto de todo, había viajado tanto que sus pasos formaban ya una historia en la que el principio parecía muy lejano y el final era incierto. Nomadi viajaba y viajaba, pero nunca encontraba un sitio al que llamar hogar. Y hablaba con las criaturas que habitaban cada lugar, acribillándoles con preguntas, secuestrando su tiempo y obligándoles a formar de su causa perdida. Y escuchaba a las plantas, al mar y al viento. Pero nadie tenía la solución. Al final, siempre pasaba lo mismo: la frustración llenaba a Nomadi de un dolor de fondo, como un ruido en forma de zumbido que llenaba los silencios de su vida. Y abandonaba ese lugar, recordando a todas las criaturas que había conocido y dejándolas atrás, emprendiendo de nuevo su camino solo.

Y Nomadi viajó y viajó, buscando su hogar. Dejando atrás conversaciones, historias y vidas enteras, y emprendiendo de nuevo su interminable travesía solo. Hasta que un día Nomadi, al borde de uno de sus acantilados, a punto estuvo de encontrar la muerte. El azar quiso que encontrara tierra firme de nuevo en vez de precipitarse al abismo. Y en esa fracción de segundo en la que la vida pasa por delante como una película con protagonista e inesperado final, comprendió la verdad. El mundo era su hogar, pero no el mundo de los árboles, ni las piedras, ni el mar, sino el de los búhos, las serpientes, los leones y las cucarachas. El de las vidas de todas aquellas criaturas que le habían regalado su tiempo para ayudarle, a las que había conocido en medio de su interminable viaje. Así, Nomadi aprendió que el mundo es solo eso: infinitas partículas y átomos a los que el tiempo ha dado múltiples formas. Y que su hogar habita en las personas que dan forma a ese mundo, que lo habitan, que nacen, viven y mueren, dando su espíritu a una historia mucho más grande que la de su individuo: la del universo.

Ahora Nomadi comprendió que lo que importa no es a dónde ir, sino con quién. Y en lo alto de otro acantilado divisa el mar. La noche cubre el bosque iluminado por diminutas luces, la de las criaturas que lo habitan y que son su hogar. Pero Nomadi ya no está solo, vuelve a viajar acompañado y llevando a cuestas su hogar. Hola Yoko, bienvenido a este interminable viajar.

martes, 7 de noviembre de 2017

Conjugando verbos estúpidos

Me recorres desde la suela de los pies
hasta la punta del alma,
me retumbas desde la oscuridad
de mi pecho hasta la luz de mis ojos.

Te siento en el cosquilleo que
ruboriza mis entrañas al respirar,
en los pasos torpes que doy
cuando no me dejas pensar.

Te siento en los tiempos muertos
que me retuercen el estómago,
y me ahogan, me aplastan,
como si por dentro fuera a reventar.

Y si recogieran mi cuerpo en trozos
ninguno de ellos tendrían sentido ya,
porque son un puzle que solo
tú sabes cómo volver a formar.

Te siento tanto que no siento nada
más allá de imaginarte infinito,
de quererte entre silencios,
de gritarte entre suspiros.

Me río por no llorar, porque ya no sé
si es de tristeza o de felicidad.
Me has mezclado tanto por dentro
que yo ya no soy yo, ni fui, ni seré.

Porque has deformado tanto la realidad
que los verbos juegas y me liarán,
y retorcieron mis frases hasta
que las hubieran hecho una calamidad.

Y vengo de aquí para allá sin saber
ni el inicio ni el final, igual que
esta historia que has escrito
sin saber siquiera que se iba a publicar.