De cara al horizonte: enero 2013

domingo, 27 de enero de 2013

El arrepentimiento de Nomadi: el principio de la búsqueda de Enzo

Nomadi miró a la luna, que estaba borrosa. No por el cielo, sino por las lágrimas que cubrían su rostro e inundaban sus ojos. Una y otra vez por su mente pasaba la imagen de Enzo, frente a frente a una temible pantera, negra como el carbón, como la más pura ausencia de luz. Y tantas veces lo recordaba, voluntaria o involuntariamente, tantas se repetía a sí mismo que nunca debió abandonarlo a su suerte, aunque quizás su suerte fuera ser abandonado y puede que entonces el abandono dejara de existir. Porque en la vida hay cosas que existen o no dependiendo de quien quiera que existan o no. Así, a veces el miedo inunda el cuerpo hinchando las venas como si la sangre pareciera que fuera a estallar, mientras que otros impasibles piensan en cómo pueden el problema solucionar. En este largo camino que es la vida, nada hay ningún sendero escrito a fuego sobre la inerte vitalidad de la tierra, aunque a veces nuestras actitudes sean los más grandes obstáculos que nos podamos imaginar. En este impredecible camino, todo parece ser nada, y nada parece ser todo, pues las cosas cambian a placer en una intrincada melodía de la que uno no sabe cuándo lleva la batuta y cuándo es mero esclavo del ritmo que la música parece llevar, aunque sea el del palpitar de nuestro corazón.

Sentado en el suelo al borde del río, miró el reflejo de la luna en el río, pues esta se escondía entre las nubes cada vez que alzaba la vista al cielo. Cada reflejo de su pálida luz iluminaba un recóndito lugar del lecho del río: rocas, peces en busca de un lugar en el que descansar aleteando más lento, pues nunca un pez deja de nadar salvo cuando la selva y sus naturales leyes así lo sentencian; y en la superficie se encontró a sí mismo, el reflejo de su alma. Cuántos días más debería esperar sin poder hacer nada a que las cosas se solucionasen. Cuántas veces puede la vida cambiar sin que un nómada pueda hacer nada. Cuántos pasos a través de la frondosa selva podría dar, bajo la atenta vigilancia de fuertes y robustos, a la par que longevos árboles, recelosos guardianes de la intimidad de la vida allá en la tierra, a la que protegían de la indiscreción de los rayos del sol. Cuántos latidos más podría su corazón aguantar antes de hincharse a llorar y a gritar hasta que la garganta y las manos sangraran el dolor de la impotencia de un espíritu lleno de heridas lacerantes que el destino le inflige con sus afiladas garras para obligarlo a avanzar, aunque el obligado se obligue a sí mismo sin saberlo.

Pobre Nomadi, pensaba la hiena, aunque en su naturaleza estuviera el reírse de la desgracia ajena. Pobre y menudo nómada, decía la letal serpiente. Pobre Nomadi, pensaba Nomadi. La rabia y la desesperación habían impregnado cada una de las huellas que en su camino había dejado atrás, y ahora comenzaban a pesar en las piernas del nómada del mundo. El viento elevó el susurro de su lamento y lo llevó hasta el último rincón y gélido rincón de la selva, y todo ser vivo supo que el pequeño habitante erguido sufría la incoherencia de su comportamiento que el caos de la vida había sembrado en su nervio. Entonces pasó una de las cosas que pasaban siempre cuando Nomadi no podía más: o bien la furia rompía los tensos corsés que la incertidumbre había atado a su alrededor... o bien, buscando fuerzas cuando ya no parecía tenerlas, de un lugar que ni el propio Nomadi sabía, se levantaba y cargaba a sus espaldas con la rabia y la desesperación, envolviéndolas en el miedo que le paralizaba. Y así, se levantó y se arrancó con la más determinada indiferencia la incertidumbre que al suelo lo ataba, y en su pequeña mochila guardó la rabia. Y así, dejó plantada a la luna que, aunque tímida, a través de las nubes observaba. Así, Nomadi volvió a hacer lo que siempre hace un nómada del mundo: caminar, vivir, hacer lo que la vida o él mismo consideran necesario, aunque sus actos estén impregnados de la más absoluta desgana y falta de fe, o llenos de la más férrea voluntad. Porque hay veces que no importa nada el destino, sino posar los pies sobre un camino: el que dejan los pies a través de sus huellas.
La luna tímida a través de las nubes