De cara al horizonte: agosto 2011

domingo, 14 de agosto de 2011

Los maullidos de Eduardo

Como un suspiro ruidoso en medio de un salón silencioso, como una cara sonriente en un mar de entrecejos fruncidos. De aquí para allí, de allí para allá, tanta gente, entre tantas personas con sus bocas llenas de saludos y secretos, de alegrías y emociones compartidas. Y sin embargo, no había nadie. Sola. La propia sonoridad de la palabra retumbaba en su cabeza y la apabullaba. ¿Por qué? ¿Alguna vez iba a dejar de sentirse sola? En su largo caminar la acompañaban muchas personas, a muchas de las cuales tenía un gran cariño. Y, sin embargo, a veces tenía la sensación de nadar a contracorriente, de pelear contra el mundo en una batalla horriblemente desigual, uno contra uno, pero un uno muy grande, no el suyo desde luego. Había ocasiones en las que una terrible desazón llenaba sus pulmones hasta casi hacerlos estallar, y corría a buscar un oído que la pudiera consolar, pero no había boca que encontrara las palabras que pudieran ayudar. De hecho, había momentos en los que un maullido de Eduardo podían valer más. Y así prosiguió su camino, intentando saciar su inconformidad, conociendo a gente a cada paso que daba, en cualquier lugar, entablando con ellos conversación y, a veces, hasta amistad. En medio de su frenesí nunca llegó a escuchar cómo Eduardo le quería contar que el alma es un lugar inexpugnable donde nadie puede llegar a entrar. Aún se escucha a Eduardo maullar mientras Silvia reparte "holas" sin parar.

viernes, 12 de agosto de 2011

El fin del pequeño nómada

Ya no quieres llorar, ni quieres reír, no quieres siquiera caminar. Has decidido sentarte apesadumbrado al borde del camino. ¿Qué esperas encontrar allí, iluso de ti? No hallarás paz, ni las respuestas que buscas; tampoco el indulto que te salve del dolor que crees que te aqueja. Si permaneces allí, solo te queda esperar a que la oscuridad de la noche te hiele el alma, tanto, que la voz se te quiebre al querer gritar y tus palabras se conviertan en un nudo en la garganta. Hace tiempo que has muerto, que tu hedor inunda el aire que rodeas y el de cada una de tus intenciones, que se resquebrajan apenas tocan el vestíbulo de la realidad, allí donde tu sueños se perdieron tantas veces que jamás los volviste a recordar. Siento ser tan duro contigo, pequeño nómada, pero es la verdad la que debes saber, no lo que las hienas te susurran con malicia, esperando que la inanición acabe contigo y con su inanición. Todos en el bosque te dan por perdido, nadie cree ya en ti. La negra figura encapuchada de cierto espectro ronda la orilla del río, esperando tomarte allí para sí. Está claro, todos esperan, de una u otra forma. Y en el arte de esperar está la esencia de la vida, donde se pierden los segundos más valiosos por la inocencia de una ilusión en sueños vivida. Corre, pequeño nómada, intenta salvar aunque sea tus huesos, que no se los quede la Tierra sino el Cielo; que el retumbar de tu corazón perdure más allá del fin del parpadeo de tus ojos, del respirar de tu alma. Apresúrate a marcar en los árboles por los que pasaste, que estuviste allí, y que ellos te conocieron, si no en carne, al menos en hueso. Este es tu fin, pequeño nómada. Hacer de ello la mejor o peor experiencia, conseguir que tu camino no haya sido en vano, está en tus manos... o en lo que queda de ellas.

jueves, 11 de agosto de 2011

Se busca río perdido

Todo sigue igual, más igual que nunca. La inercia es la fuerza que empuja a seguir a aquello que hace tiempo murió, como un río que se secó montaña arriba y cuyos peces se resisten a aceptar que nunca llegarán al mar, mientras tozudos continuan aleteando entre ramas secas y granos de tierra, alargando su agónica agonía, posponiendo la realidad. Y a pesar de todo, de vez en cuando cae una gota de agua, incluso dos, y todos saltan de alegría y sueñan que todo mejorará sin hacer nada, y hacen de la seca soledad, de la agria amargura, un helado de sal con una pizca de azúcar. Y cuando la gota, o gotas, se secan, dejando como recuerdo el vapor y la humedad en el ambiente, la felicidad se esfuma, la impotencia regresa, pero ellos siguen nadando entre la tierra esperando que las aguas vuelvan a su cauce y les lleve al mar. Y la pizca de azúcar desaparece, e incluso el helado de sal se derrite. Sólo permanece un cucurucho vacío lleno de esperanzas que se desvanecen cada vez que sale la Luna. La Madre Naturaleza ya no sabe qué hacer, cómo decirles que ya nada será igual, que no alarguen aquello que hace tiempo debió terminar.
Se busca río perdido. Se buscan ganas de vivir.
La Madre Naturaleza busca unos peces menos tontos e ilusos que sepan a dónde tienen que ir.