Se sentó, dejándose caer, casi como si la vida le hubiera abandonado y su cuerpo fuera un mero montón de materia vacía, a la que la gravedad reclamaba por ley. Y ahí se quedó, inerte, cáscara vacía de un alma hueca donde solo retumbaba el eco de sus recuerdos, como si fuera un monstruo de proporciones inmensas resquebrajando con violentas pisadas el suelo de su memoria, perdido en un laberinto indescifrable en la parte más remota de su consciencia. Pero allí sólo llegaba una vibración, un pequeño hormigueo tan insignificante como la tenue luz de una bombilla vieja sumida en la oscuridad de la inmensa noche. Así estaba, en medio de un denso letargo, sintiendo sus nervios pero no sus manos, inhalando sin respirar, mirando sin ver, oyendo sin escuchar. De repente, sintió una pequeña punzada en su estómago, como cuando un niño pequeño hace una trastada y se olvida de ella hasta que su madre encuentra una prueba inesperada, una pieza perdida de un puzle que creyó tirar. Esa punzada que agujerea tu cuerpo y anticipa un dolor que, aunque desconoces por qué, ya sabes que llegará. Los nervios le devolvieron la consciencia y las manos recuperaron el nervio, y empezaron a buscar una grieta en esa cáscara vacía que era su cuerpo, hasta topar con un hilo que atravesaba su corazón. Un pequeño hilo que se perdía en la inmensidad de la noche sin vislumbrar su fin, y cuyo inicio parecía estar en lo más profundo de su ser. Sus manos lo agarraron con fuerza y comenzó a doblarse sobre sí mismo, siguiendo el camino hacia el abismo de su interior. Al principio corría con desesperación y sus piernas volaban empujadas por el ansia de resolver un misterio, de responder a una pregunta que aún nadie ha hecho, cuya respuesta ya existe, nadie conoce, pero solo intuirla tiñe de gris un cielo azul. A medida que tiraba del hilo, o el hilo tiraba de él, a medida que se perdía en sus entrañas, comenzó a caminar más y más despacio, hasta que se detuvo. Y sintió en sus manos un temblor, el del hilo que vibraba agitado por los violentos pasos de sus recuerdos. Entonces se dio cuenta de que ese hilo no era otra cosa que el tiempo, y sus recuerdos lo habían encontrado y tiraban de él para abrirse paso entre el vacío de la indiferencia para llegar hasta su cáscara y agitarla con furia para sacarla de su letargo. Pues a veces es mejor una botella llena de barro firmemente asentada en el suelo que una vacía, hueca, arrastrada por el viento que la empuja y golpea sin piedad. Y es que, en ocasiones, los monstruos no son malos, solo arrastran una etiqueta que nuestro miedo les puso para poderse esconder. Corrió y corrió de vuelta, tan rápido como pudo, pero sus manos soltaron el hilo y sus recuerdos le atraparon. En algún lugar del mundo, un cuerpo yace indiferente, inhala sin respirar, oye sin escuchar, y mira sin ver que el hilo sigue ahí, donde siempre, mostrando un camino incierto mientras su alma da vueltas luchando contra un monstruo que nunca lo fue.