Despierta, no remolonees, la alarma está sonando. Te levantas y estás en tu cama, en la misma cama de siempre, que huele igual que siempre aunque tú no te des cuenta. La persiana está bajada, porque te gusta dormir a oscuras, como siempre. La subes un poco, para que no entre mucho sol y se recaliente la habitación. Atraviesas el pasillo, con legañas en los ojos. Buscas tu taza, la de siempre, con un circulo rojo y otro verde juntos, y un pequeño trozo roto en el borde. Te haces el desayuno y te tomas las galletas. Tus hermanos duermen, pero no te despides de ellos. Ya los ves demasiado. Cuando vuelves a entrar en casa, tu madre está enfurruñada porque te dejaste la taza sucia del desayuno en el fregadero. Pero al rato se le pasa. Y te sientas en el sofá de siempre para ver la tele de siempre. Y pasas la tarde. A veces vas al ordenador, el mismo de siempre, que está en el mismo lugar de siempre, rodeado de papeles por todos lados, libros que se amontonan. Luego llega tu padre, y le saludas, sin más. Le ves todos los días.
Pero un día todo cambia. Te vas, te despides de todo y empiezas en otro lado. Y de repente te levantas en otra cama que no es la tuya. Y te acuerdas de tu cama. Curiosamente recuerdas que olía de manera distinta, tenía una calidez especial. Y te levantas y la persiana no está bajada del todo. Te vistes. Atraviesas otro pasillo, distinto, uno en el que no te sientes tú. Desayunas, pero no es tu taza, ni tampoco son tus galletas integrales. Ni si quiera es el mismo cacao. Y cuando te vas, tus hermanos ya no están allí, y los echas de menos. Al volver, tu madre no te riñe porque ya te han lavado la taza. Pero añoras a tu madre, al igual que sus enfados, al igual que el abrazo con el que acababa cada uno de ellos. Y luego te sientas en un ordenador, pero ya no es el mismo. El tuyo tenía más imágenes, y más desordenadas. Y el sitio tampoco es el mismo. Echas de menos el caos organizado de tus papeles, el desorden controlado de tus libros. Y tu padre no llega. Entonces te das cuenta de esos pequeños detalles, insignificantes en el día a día, pero que son la base de nuestra vida, de nuestro ser. Esos detalles que pasamos por alto como si fueran las vallas de una carrera de obstáculos. Estamos tan ensimismados cada uno en nuestro mundo que no nos damos cuenta de lo que nos rodea y de los que nos rodean, que son los que hacen que nuestra vida sea esta y no otra, que nosotros seamos así y no asá. Otros que también viven en su mundo, que tampoco se dan cuenta de cuán importantes somos nosotros en su mundo. Mundos que se cruzan mágicamente, que nos unen y enlazan unos a otros, y que al alterarse levemente uno provoca el caos en el resto. Somos muchos pero todos uno, unidos por un fino hilo que recorre el globo terrestre hasta formar una gigantesca tela de araña. Somos muchos, pero todos uno, unidos por el mismo fin: vivir. Hagamos que sea fácil para todos.
lunes, 17 de agosto de 2009
martes, 11 de agosto de 2009
Show must go on
Frío, nubes, lluvia. Las gotas se estrellan furiosas, para luego deslizarlse como lágrimas del cielo, contra una ventana. Detrás de esa ventana, un hombre. Detrás de ese hombre, un alma, y detrás de ese alma, un hombre. Sentado en la cama, mirando a través del empañado cristal, piensa. Pensando, rompe los barrotes. Dolor, rabia, frustración, fluyen por todos lados, hartas de la prisión de la razón. Y el hombre llora. Y cierra los puños, clavando las uñas en sus propias manos. Y llora, porque los hombres también lloran. Maldice cada instante de su vida, odia cada átomo de su cuerpo, repudia todo cuanto le pertenece. El grifo se cierra, la cárcel se abre. La razón ha vuelto, el dolor ha encerrado. Y se levanta. Después de la noche viene el día. Día triste y amargo, día obligado. La cama está vacía. Frío, nubes, lluvia. Detrás de la ventana, una cama. Debajo de esa cama, un charco. En ese charco, lágrimas, recuerdos. Recuerdos de un hombre que odió, lloró y sufrió, y que siguió con su vida. Show must go on.
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