Cansado, muy cansado, exhausto. Y después de mucho caminar y
correr, de avanzar sin un destino, con el único objetivo que el propio avanzar,
tuvo que sentarse. Así recorría Nomadi el mundo, volando raso cuando el ímpetu
llenaba su pecho, suspirando alto cuando la verde densidad de la selva se hacía
demasiado espesa. Respira hondo Nomadi, lo mira compasivo y temeroso el lobo. “No
te preocupes Enzo, nada es para siempre”, le dijo.
Llegó la noche y la oscuridad se abalanzó sobre la selva
como una pantera sobre su presa, sigilosa pero implacable. Aquellos que tenían
que dormir, durmieron; los que tenían que despertar, abrieron los ojos a la
luz, a la ausencia de luz; y aquellos que
nunca duermen ni despiertan, aquellos que son eternos, permanecieron en
su eternidad. El cielo se cubrió de miles y miles de puntos blancos, las marcas
que el tiempo dejó en el universo, aunque esto sólo es una suposición… ni Enzo
ni Nomadi podían ver nada. El cielo era inaccesible a su vista, lo mismo que la
luz al fértil suelo de la selva: entre ambos, una tupida frontera de hojas y
copas de árboles se extendía más allá de lo imaginable. Todos y cada uno de
ellos se enzarzaban en una lucha por la supervivencia, una lucha eterna,
pacífica y cruel, lenta e implacable. Porque en la vida no todo es negro o
blanco, siempre hay alguna mancha de gris, cuyo significado siempre depende de cuánto
negro o blanco la rodee. Y Nomadi comenzó a cerrar los ojos pensando en que ya
no quería pensar más, que durante ese día estaba de más seguir preguntándose
por qué buscaba su hogar en el mundo, que es su propio hogar, que es el hogar
de los nómadas como él. Y así, Nomadi exhaló su último suspiro del día que ya
no era día, y Enzo, a su lado, lo acompañó, sin saber qué hacer, sin saber qué
decir, porque como lobo no puede hablar, porque como lobo nada es igual y todo
parece distinto a sus lupinos ojos.
Todo parecía en calma y todo parecía silencioso, con el
silencio propio de una selva que duerme y despierta al mismo tiempo. Pero, de
repente, un profundo rugido rasgó la noche con violenta fiereza. Y, después, un
lastimero aullido lo acompañó. Nomadi, acurrucado entre unos arbustos, despertó
y vio al otro lado a su gran amigo hocico con hocico frente a una imponente
pantera negra. Todo fue muy rápido, pero tan tenso, que Nomadi no perdió ni un
solo detalle. La pantera, escuálida y probablemente hambrienta pero, aun así,
fuerte y musculosa, estaba de espaldas a él y enseñaba los dientes de forma
amenazante a Enzo quien, disimuladamente, atravesaba con la vista a Nomadi. Y,
a pesar de que nunca habían hablado como tal, pues un lobo no puede hablar, lo
entendió: Enzo quería que se fuera. Nomadi le suplicaba que no con la mirada,
pero Enzo era implacable. Un lobo, por muy amigo de un nómada que fuera, no
dejaba de ser un lobo, una criatura salvaje, un feroz animal del bosque que
necesitaba reivindicar su lugar en la selva. Nomadi no quiso pero se fue. Nomadi
no lo entendía pero marchó. Y es que a veces en esta vida es difícil dejar sólo
a alguien, a veces es complicado permitir que otros se enfrenten con su destino
cara a cara. Y para Nomadi, era casi imposible. Hay momentos en el largo camino
que es la vida en el que los rumbos de ciertas personas se separan… a veces por
necesidad de uno, otras por necesidad de otro, a veces por los dos. A veces
hiriendo sólo a uno o a otro, otras a los dos o a ninguno. La vida es
impredecible, igual que Nomadi… Y así, el pequeño nómada se encontró de nuevo
con otro reto en su camino. Porque a veces las pruebas más difíciles de la vida
son las que nosotros mismos nos ponemos. Suerte Nomadi.
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