De cara al horizonte: Nomadi y la lluvia que nunca cesó

sábado, 16 de enero de 2016

Nomadi y la lluvia que nunca cesó

Puede que nunca deje de llover-, pensó Nomadi mientras caminaba. Pero, ¿qué podía hacer? La razón de existir de un nómada es caminar, y tenía que hacerlo. Porque cuando no hacemos lo que surge de lo más profundo del alma, aquello que da sentido a la vida, que le da una razón de peso a cada segundo que pasa..., cuando no lo hacemos, simplemente no existimos. Puede, quizás, que sigamos respirando, que si nos detenemos y escuchamos con silencio, detrás del estruendo de cada suspiro, se escuche el pulso de nuestro corazón. Pero vivir no significa existir... por eso Nomadi tenía que caminar, aunque siempre lloviera, tan intensamente que pareciera imposible avanzar, que la tierra se hundiera bajo sus pies deshaciéndose en forma de un espeso barro que atrapaba sus pies a cada paso como si de un gigantesco imán se tratara.

No siempre era fácil caminar para Nomadi, a quien le dolía aquello que dejaba atrás. Para él, Enzo siempre estaría presente, era casi como un compañero de viaje que siempre le acompañaba pero que jamás avanzaba, que le hacía retrasarse e ir más lento, siguiéndole dos pasos por detrás y tentándole a dejar de caminar. Y por dentro, Nomadi se desgarraba al intentar decidir qué hacer: dar razón a su existencia o sentarse al cobijo de un árbol junto al pasado, junto a Enzo.

Hubo un día en que no pudo seguir, un día en el que el debate en su interior era tan fuerte que emergía a borbotones en forma de lágrimas que se confundían con la intensa lluvia que nunca dejaba de caer. Ese día, Nomadi hubo de parar. Ese día, el pequeño nómada se desplomó al pie de un árbol entre indescriptibles dolores al sentir cómo su alma parecía querer salir hacia afuera, colocarse del revés y mirar al bosque desprotegida para sentir lo que de verdad era el mundo y no lo que Nomadi decidía que el mundo era para él. Los días pasaron, las noches detrás. Todos en el bosque hablaban, rumoreaban... y aquellas bestias que antaño persiguieron al pequeño nómada deseando que su enjuto cuerpo acabara entre sus fauces, comenzaron a oler el miedo, y se fueron acercando cada vez más.

Afortunadamente, Nomadi ya había recorrido mucho mundo, e instintivamente había aprendido a reaccionar cuando algo iba mal. Y después de llorar días y noches, sentado bajo la lluvia, vio que el pasado nunca alcanzaba al presente por más que lo esperara desesperado a que el fantasma de Enzo le diera caza. Pero aquel espectro siempre permaneció dos pasos detrás de él, clavando su etérea mirada fijamente, vacío de todo sentimiento, desprovisto de toda vitalidad. Y aunque Nomadi gritó, pataleó, siempre sin moverse del sitio, el fantasma nunca se inmutó. Entonces, el pequeño nómada se dio cuenta de que tendría que volver a caminar. Pequeño nómada, vuelve a emprender tu camino, llueva o nieve, de día o de noche, bajo la luz o en medio de la más espesa y densa oscuridad. Camina hasta que tus pies dejen de ser pies, hasta que caminar ya no sea tu razón de ser. No esperes al pasado, porque siempre estará detrás. No ansíes el futuro, porque jamás lo conocerás hasta que en presente se convierta. No creas que todo es lo que es, no pretendas cambiar las normas del mundo, porque este mundo no es tuyo aunque lo hagas funcionar. Camina, pequeño nómada, mientras te das cuenta de que las cosas son como son y que sólo tus pasos, uno detrás de otro, con sus respectivas huellas, marcarán un sendero tan nítido que ni la más fuerte de las tormentas podrá desdibujar. Camina, Nomadi, y si alguna vez no quieres caminar más, recuerda que soltar el lastre es siempre es una opción, pero jamás abandones nada que sea de valor.

Y así, el pequeño nómada volvió a ser eso, un nómada que recorre el bosque, el mundo, mientras las fieras que lo persiguen mascaban de nuevo el sabor de la decepción.

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