Y llegará el mañana. Y las nubes se volverán de color púrpura, maltratadas por el viento que las empuja violentamente unas contra otras. Y estas llorarán en silencio más tarde, volviéndose negras de luto, después, blancas de indiferencia y, al final, desaparecerán tan pronto como vinieron, dejando tras de si un charco de lágrimas que servirá de consuelo para las nubes venideras. Y así llegará el mañana, con los ojos cerrados, con la boca abierta, con la mente en blanco. Y cuando sea mañana, miraré al cielo y preguntaré con rabia e indignación qué fue de mi ayer, que sucedió con todo aquello que dejé a mis espaldas para no perder el camino de vuelta. Consternado me doy cuenta de que no hay regreso, no se puede volver a empezar. Ni si quiera puedo parar, pues algo me empuja a andar en contra de mi voluntad, como mi corazón, que latirá hasta que la mera voluntad no sea suficiente. Y al mirar a los lados, todo pasa deprisa, corriendo.
Al cabo de un tiempo, encontró un banco. Y detrás de él, una línea difusa. Y detrás de la línea, oscuridad. Cansado, se sentó en él. Todo su cuerpo, todo su ser, agradecieron el descanso. Una brisa ligera comenzó a soplar, refrescante, relajante. Cada vez se fué hundiendo más en el banco, hasta que llegó el punto de no poder levantarse jamás. No importaba, tampoco quería. Súbita pero pausadamente, la brisa sopló más y más fuerte, y poco a poco, el viento se llevaba su cuerpo en forma de arena. Se difuminaba en el espacio, en el tiempo. Cuando toda la arena se hubo ido, una pequeña hoja apareció en su lugar. La oscuridad se replegó sobre sí misma, y suavemente la línea cambió, se desplazó. Detrás de la planta, nada. Delante, un pequeño sendero surgió. Al terminar estas últimas líneas, alguien avanza ya, firme e inevitablemente, hacia el próximo banco.
lunes, 21 de junio de 2010
miércoles, 16 de junio de 2010
Un diente de ajo
Un gusano de metal recorre las entrañas del animal, como si un tren recorriera la ciudad. Alguien mira a través del cristal mientras otro lee. Un grupo de amigos hablan y bromean los unos con los otros. Fuera, los árboles se desdibujan al pasar, se emborronan, se alejan temerosos de que el bicho devore sus ramas. A lo lejos comienza a escucharse una melodía. De repente, ella irrumpe cojeando en el vagón y habla, con voz temblorosa y desgastada, de su hija a la que no puede mantener, de un estómago al que no puede alimentar. Comienzan entonces las dudas, los prejuicios... En las caras de los pasajeros se refleja la indiferencia muda que la vergüenza atrapa como puede para que no salga huyendo. En el aire se siente el muro que ha levantado el silencio y los parapetos que tras él se han construido para no dejar entrar ni un atisbo de conciencia. Su discurso acaba, y de forma lastimera vuelve a tocar la armónica, pasando con mucho esfuerzo entre los pasajeros a los que ofrece una bolsa donde purgar su alma. Poco a poco avanza, y al final, el pesado sonar de sus pasos se pierde, el lamento agónico de su música se diluye. Tras de sí, los muros han caído, la vergüenza ha soltado a la indiferencia y se ha marchado pegada a los talones de la mujer, quien la llevará a otro vagón. Tras ella, todo vuelve a la normalidad, y lo único que queda es el sabor amargo de aquel que muerde, sin querer, un diente de ajo escondido en una bolsa de caramelos.
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