Y por fin, lo escuchó desde la lejanía, con su ligero trotar, su pesado avanzar. Sintió la furia y la rabia que hacían temblar su cuerpo, al igual que un flan en su plato, como una flor seca cuando la abeja se va desilusionada. Y sintió en su estómago que vomitaría las últimas rosas de su juventud, aquellas que la vida le regaló en forma de semilla y ella se dedicó a maltratar, ahogándolas de ignorancia, secándolas con pasotismo. Escuchó en cada travesaño el dulce traqueteo, el lento pasar del tiempo que desperdició ocultando sus penas en vasos de vino rancio, zumo de uvas putrefactas a la luz del Sol, zumo amargo enrarecido en barricas de mohoso desprecio. A la luz de la Luna, brilló la via que condujo su vida hasta que la máquina echó demasiado vapor, consumió demasiado carbón y, cubierta de hollín, descarriló sin remedio, abandonando con un estridente y doloroso quejido los railes de frío acero. Encontró en cada piedra de la vía una razón para desamparar el alma que por dentro la inundaba, que por fuera quería salir para seguir viviendo. En cada una de esas piedras, el odio y el temor, el miedo. Pero la Luna, caprichosa aquella noche, decidió darse un paseo por el cielo, incordiando a otras estrellas que brillaban más de lo que su ego podía permitir. Y en su pasear, las vías se convirtieron en la senda que debía retomar, en un nuevo camino para empezar. Los travesaños contenían los segundos que aún quedaban por vivir, aquellos que le regalarían rosas fuera de temporada para cultivar con mimo y paciencia. En cada una de las piedras encontró los momentos que nunca debió olvidar, aquellos que marginó en el oscuro ostracismo de la obstinación consentida.
En la noche, en la fría noche, un tren avanza pausada y parsimoniosamente, como un gordo gusano con zapatos de hierro, esperando zamparse de un sólo bocado las vidas de los ingenuos que se interponen en su camino. En la noche, en la oscura noche, un alma contempla los vagones avanzar, como avanza la vida sin remedio, llenándose de recuerdos que repartir en la última estación. Cuán doloroso es enfrentarse a los miedos, qué difícil reconocer la verdad. Qué lástima perder la partida escondiendo las cartas que el temor no deja jugar.
domingo, 17 de octubre de 2010
lunes, 11 de octubre de 2010
El castigo
Y en las paredes encontró escrito el futuro, encontró monstruos cuya monstruosidad radica en su permanente e inalterable presencia. En el suelo descubrió los caminos secretos por los que el frío avanzaba sin piedad, helando toda esperanza como una rosa se congela entre la nieve, como se endurece el pan al amanecer. En su cama halló, desperdigada, la ilusa vida que un día quiso vivir, llena de rayos de sol, de nuves de azúcar glaseado. Pero los rayos estaban ya fríos, el azúcar se había podrido, y entre las sábanas encontró un corazón latiendo a duras penas, sintiendo su esfuerzo sin resultado, como un ciclista que corre en una bici estática, intentando avanzar, intentando recorrer el mundo, mientras agota sus fuerzas erosionando el suelo, desgastando su alma, hiriéndola con mentiras que la verdad remata como verdugo del medievo. Dime Luna, que me miras tan sonriente, si mañana encontrarás en tu regazo su espíritu taciturno, su existencia indeleble, que permanece en el tiempo como el llanto reprimido de un niño castigado de cara a la pared.
lunes, 4 de octubre de 2010
Los secretos de una lombriz de tierra
Se despertó pensando que era de día, que ya no dormiría más, que el Sol en el cielo le sonreiría y que se iba a levantar, escuchando a los pájaros cantar, a las lombrices susurrarle a la tierra y a las hojas del árbol cantarle al viento. Pero al abrir los ojos, la más absoluta oscuridad le invadió. Ni si quiera la Luna se veía, menos decir las estrellas, que son como niñas pequeñas que no van a ningún lado sin su madre. Y el frío le sobrecogió, tanto que su alma se estremeció en el silencio de la noche, en el silencio de los pájaros dormidos, de las lombrices reposantes, de las hojas siseantes que con su dulce ulular adormecen al árbol. Y su alma se escondió donde se esconden las almas perdidas, aquellas que circulan por el mundo sin saber de dónde vienen ni a dónde van, sintiendo que el tiempo las maltrata sin cesar, con caramelos de fresa, con dulces de ajo, que se entremezclan en ese plato de sabores que es la vida. La noche se hizo más oscura, y el cielo empezó a llorar, como lloran los peces cuando ven sus burbujas marchar. Y en la noche un sonido abrupto, un sonoro gritar, el del cielo entristecido por ver al Sol poco a poco llegar, despidiendo la noche solo, sin estrellas en su despertar. Y entonces se durmió, sin saber que al despertar, volvería a encontrarse de bruces en la oscuridad, que los pájaros dormirían por siempre jamás y que las gotas de rocío se volverían a secar, ajenas a la desgracia de una vida sin luz, de una lombriz bajo tierra, que se esconde para que los gatos de callejón no descubran sus arenosos secretos.
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