No hay escalón que no suene, que no se queje al sentir su peso sobre él. Es lo que tiene la madera vieja de los edificios antiguos. Desprende ese encanto propio de los sitios que han visto pasar el tiempo, que han presenciado el discurrir de los años. Tantos inviernos y veranos, tantas primaveras y otoños, tantos inquilinos e historias... tanto que contar, que cuando siente que alguien está cerca, en cada crujir se desprende un fragmento del tiempo.
Cuando abre la puerta, de repente siente el frío. Ese helado aliento que nos sopla en la cara al salir a la calle y que por más que esperamos siempre nos pilla desprevenidos. La puerta se cierra, dejando tras ella muchas cosas que quieren salir y perseguirla. Pero ella ya ha cerrado la puerta, quedando atrapadas aunque, quién sabe, quizás alguna de ellas se ha colado, como se cuela un gato por una rendija, y se ha agarrado a su abrigo negro de suave lana. Y sin que se dé cuenta, puede que se aferre a su pie y no se suelte en todo el día, tirando hacia abajo, intentando que tropiece y se caiga. Pero eso tampoco lo sabremos, porque ella camina siempre igual: un pie primero, otro después. Y en cada pisada, el suelo retumba y la tierra ya sabe que ella está despierta.
El cielo está despejado y luce el sol del amanecer, ese que nos ilumina con suavidad, como una madre que acaricia a un hijo y con suavidad le susurra para que se despierte. Esa luz inconfundible que ilumina el vaho que de su boca sale cada vez que espira y que fugazmente desaparece. El sol, con cariño, da luz a su rostro, aunque este ya brilla de por sí. No puede evitarlo, siempre se le escapa... esa sonrisa tímida que lleva consigo incluso cuando está sola, que parece encerrar a un huracán dentro, un inmenso y feroz tornado de ganas de vivir. O quizás sea las ganas de reírse por las cosquillas que le hace el corazón cada vez que late y se da cuenta de que sigue viva y que eso le encanta. El puro nervio que infla su estómago de nervios, de esa emoción tonta que nos entra cuando esperas algo con ansia, esa inexplicable y agradable sensación de ser feliz, de guardarte un grito de alegría que te recorre el cuerpo buscando salida y da respingos en las puntas de los dedos.
Y al llegar, otra puerta, un ascensor y otra puerta más. Ya está allí, dispuesta a vivir y a ser feliz. Nada más cruzar el umbral, estalla y libera a la bestia con un sonoro buenos días, y desde el suelo hasta el techo, cada partícula de aire vibra; las paredes se impregnan de su presencia y, de repente, todo es fácil y sencillo. De vez en cuando, algunos de los monstruitos que se escapan del portal y se camuflan en su abrigo, le intentan poner la zancadilla. Incluso a veces hacen que dé un traspiés. Entonces, y solo entonces, el flujo cambia por unos instantes, y toda la alegría que ha desprendido y ha regalado al mundo, vuelve en pequeñas porciones, hasta llegar al equilibrio. La normalidad vuelve y el aire vibra de nuevo.
Se acaba el día y una parte de ella se va a casa. Mientras, dos docenas de su existencia se separan y van a otro hogar, a una docena de casas distintas. Es lo que ella ha regalado al mundo y que de vez en cuando vuelve cuando tiene un traspiés. Es lo que deja tras de sí y que retorna en forma de regalo inesperado. Y la parte que vuelve a su casa, cruza el portal y sube los escalones de madera que, por la noche, ya no suenan. Ahora sólo escuchan con atención, para atesorar cada instante de la historia de Andie que se queda en cada escalón.
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