- La última, por favor.
Sus ojos rojos, hinchados, lastimosos, suplicando una última vez más.
- Agárrame la mano.
Se miraron el uno al otro. Ella, hermosamente anciana; él, cansado, moribundo.
La música sonó, y un bello vals, su último vals, comenzó. Las notas del violín desgarraban el silencio, como la música desgarraba los recuerdos de él, como sus lágrimas al surcar su envejecido rostro. Cada acorde, una lápida, una losa que lo enterraba más, que lo sumergía en la oscuridad. Cada compás, un recuerdo, cada nota, un instante. Cada momento allí agarrados era miel y hiel, consciente de que cada silencio que dejaban atrás suponía un paso más hacia el final del vals, del último vals. Él, enamorado, y ella, impotente, aterrorizada, aferrando contra su pecho esa mano, el último lazo que la unía a él, a su vida, temiendo que de un momento a otro la melodía cesase, la vida terminase, y tuviese que llorar, esta vez, al lado de un cuerpo inerte. Y así pasaron segundos, minutos, quizás horas. Y el violín se fue apagando, diminuendo, el arco acariciando vagamente la cuerda, la vida resistiendo cansada la lucha. Y el violín cesó. El vals acabó. Se hizo el silencio, los recuerdos, fotogramas que pasaron mientras la música sonó, se desvanecieron en la oscuridad, en la oscuridad de la mente, en la oscuridad de la muerte. Y cerró los ojos. Allí, tumbado en la cama, yacía el hombre que durante años le regaló cada instante de su vida. Y el violinista se levantó, saludó y se fue. Y ella soltó la mano, lo miró por ultima vez, y en un leve murmuro, le susurro al oído:
- Gracias.
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