No sé cómo expresarlo. Este finde ha sido algo duro. El sábado, cuando me levanté, recibí una mala noticia. Un amigo mío de Gijón había muerto. Un chaval de 16 años, con el que tuve mis más y mis menos, como siempre cuando se es pequeño, pero a fin de cuentas compartimos muchos momentos de mi infancia, había muerto. Creo que aún no he llegado a comprender la magnitud del hecho en sí, pues todavía no he llorado de desconsolación, apenas dos o tres lágrimas brotaron de mis ojos cuando me enteré. No sé si es que soy fuerte o si, por el contrario, y lo que más miedo me da, es que me he vuelto insensible. Sin embargo, en todo el día casi no articulé palabra, enfrascado en mis pensamientos silenciosos, en mi mundo. Quizás temiera que el hecho de hablar, de rasgar el silencio, hiciera que la realidad volviera a mí, cruda y despiadada. Quizás pensara que cualquier cosa que pudiera decir en ese momento fueran meras banalidades.
Y aún, dos días después, sigo poco a poco asimilando que ya nunca lo volveré a ver. Nunca más, cuando vaya a Gijón, iré a su casa a hablar con Cristina y estará el allí, nunca más volveré a ver cruzar su moto yendo al club de tenis. La muerte le esperaba en una curva, maldita curva. Un sólo instante, una curva, un coche, un muro. Un corazón rebosante de vida, fuerte y vigoroso, se detiene. Un sólo instante, se hace el silencio, silencio eterno. Un sólo instante. Su pérdida se siente, se palpa, en la distancia. Allí donde estés, Pedro, adiós. Mientras una sóla persona recuerde en su memoria, albergue y cuide con mimo los momentos que disfrutaron a tu lado, mientras sóla una persona recuerde que fuiste, con tus defectos y tus virtudes, una buena persona con un gran corazón, tu recuerdo permanecerá vivo. Adiós, Pedro. Descansa en paz.
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