La vida es un sendero que hay que atravesar. Unos, los más ilusos, esperan que el sendero siempre sea llano y homogéneo, siempre claro y perfecto. Otros, los pesimistas, caminan viendo en cada pequeña piedra un obstáculo insalvable, en cada pequeño repecho, una cuesta inalcanzable. Los hay que, embargados por el optimismo, casi rallan la inconsciencia, y avanzan sin ton ni son hasta que un día se pegan un tortazo y, una de dos, se convierten salvajemente al pesimismo o se quedan tan anonadados que no se dan cuenta de que el tiempo pasa mientras ellos permanecen sentados recordando aquel golpe de hace tan tiempo.
Por último, están esas personas que viven. Son esa clase de personas llenas de energía que atraviesan el sendero consciente de que todo es cierto y nada es verdad, que no hay piedras demasiado grandes ni chinatos demasiado pequeños como para ser ignorados; sabiendo que el sendero nunca es el mismo; que los golpes no son sólo malos, que no hay nada totalmente malo ni totalmente bueno en la vida.
Él no sabe dónde está, sólo sabe que ya no recuerda que pasó ayer ni quiere saber lo que pasará mañana, que el sol a veces aprieta demasiado pero el invierno no es nunca lo suficientemente crudo. Nunca habrá agua suficiente pero siempre tendrá mantas de sobra porque nunca se cansará de arropar y proteger con pasión su vida.
No hay coherencia ni razón, porque no la tiene nada de lo que nos rodea: ni los latidos del corazón, ni la inexplicable belleza de un suspiro, ni el porqué el amanecer es hipnótico ni el amor un loco sinsentido.
Y nunca se arrepentirá de nada de lo que hizo o dijo, y siempre pero nunca se lamentará de lo que ha vivido. El yin y el yang, la muerte y la vida, la inevitable dualidad de que la alegría y la tristeza, la incoherente existencia de la incoherencia que todo lo inunda con su irracional espíritu de locura.
Hay cosas que son imposibles y sólo imaginarlas ya es una maravilla... maravillosamente dolorosa. Viva la imaginación.
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