Arrancó a caminar tan pronto encontró una mínima excusa para hacerlo. Había pasado mucho tiempo sentado y odiaba ver pasar el tiempo sin hacer nada. Pero no había tenido opción: llovía mucho. Tanto que allá donde miraba una densa cortina de lluvia se interponía entre él y su destino. Pero para un nómada su destino es simplemente caminar. Y Nomadi ya no recordaba la última vez que sus pies habían dejado una huella en el suelo, porque sus últimas huellas las había borrado la lluvia. Cuando el corazón late tan fuerte que casi parece gritar lo que quiere, cada segundo que pasa sin que lo hagas es como una punzada en el alma. Así que un día Nomadi arrancó a caminar pese a que la lluvia seguía inundando el camino, inundando la selva. Pero se agarró a la esperanza y a un trozo de tela y comenzó a andar.
Caminó muy rápido, intentando dejar atrás el remordimiento y la tristeza que anegaban sus pensamientos, como la lluvia el suelo. Todavía no olvidaba a Enzo... El destino quiso que pasara: son las reglas de la selva y nadie las puede alterar. Sólo a veces, bajo algunas circunstancias, con algunas excepciones. Momentos casi mágicos en los que nada ni nadie sabe cómo o por qué sí en vez de cómo o por qué no, en los que todos admiran perplejos la forma en que la vida se contradice a sí misma doblegándose a la voluntad de un espíritu. Pero son raras ocasiones... y la de Nomadi no había sido esa. Enzo ya no estaba ni volvería a estar a su lado. Siempre con él, pero nunca a su lado.
Cada vez que se lo repetía, una losa caía sobre su espalda y se entrelazaba entre sus piernas. Cada segundo le pedía que dejara de caminar mientras Nomadi volvía a sucumbir y sus lágrimas se confundían en su rostro con aquellas gotas de lluvia que empapaban su cara y todo cuanto le rodeaba. Y cuanto más quería parar, más corría pero menos fuerzas le quedaban. El tiempo pasó y dejó de llorar, pero siguió corriendo, sin saber por qué. Nomadi huyó de su mente, pero sus pensamientos siempre estaban con él. Por eso intentaba ir más rápido, tanto, que hasta la selva se desdibujó hasta convertirse en un borrón verde y marrón, enturbiado por el gris de una lluvia que nunca parecía cesar. Nunca supo el pequeño nómada del mundo cuánto tiempo corrió: pero un día, sin darse cuenta, cayó al suelo y se sentó en medio de un charco. Y allí, la tierra lo volvió a atrapar. Al pie de un árbol inmenso, sus raíces se entrelazaron impercetiblemente con sus pies, con sus brazos... con su alma. Su voluntad poco a poco se convertía en un vegetal más: inmóvil e indiferentemente viva. Pero Nomadi resistió: furioso se arrancó las ramas tan fuerte que hasta se arrancó un pedazo de su vida. Dejándolo atrás, volvió a correr.
Hoy sigue lloviendo. Nomadi sigue corriendo. Entre gota y gota, a veces encuentra la felicidad. Pero sólo cuando deje de correr para huir y comience a correr para vivir, podrá volver a sonreír. Mientras, sigue siendo un nómada más, sin hogar, porque los nómadas no son de ningún sitio, el mundo es su hogar. Corre Nomadi, la selva se acaba. No seas enfermizo y disfruta de su frondosa vegetación, porque algún día, en el desierto, te arrepentirás de no haberte empapado de la lluvia. Maldecirás no haber acariciado cada uno de sus árboles, ni observado a cada uno de sus animales. No mientas Nomadi, no hay excusas: tu camino está empapado, pero tus pies los mueven tus músculos que seguirán calientes mientras la sangre fluya y tu corazón siga latiendo. Mientras tu voluntad siga intacta... pese a la lluvia.
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