Allí estaba, impertérrita, impotente. Sus ojos castaños tenían la mirada clavada en aquel precioso querubín de apenas ocho años. La pena, la rabia, la impotencia recorrían su cuerpo de arriba abajo, y en su fuero interno sentía un huracán desatado que arrasaba todo a su paso. Mas allí estaba, inmóvil, con gesto serio e imperturbable, mientras le volvían a hacer la misma pregunta:
- ¿Es este su hijo?-. El soldado, exasperado al no recibir respuesta alguna, miraba cada vez más inquisitoriamente a la mujer.
- No.- La palabra retumbó en el aire, en sus oídos, en su mente, en su alma, como si una bomba cargada de metralla fuera, minando la moral de la madre, que a duras penas contenía su furia, su rabia, su tristeza, sus ansias de abrazar a su hijo y salir corriendo, lejos, donde nadie pudiera cogerlos, y una vez allí, pedirle perdón una y otra vez por haber renegado de él, prometerle amor, felicidad, compañía, demostrarle que por él se desvivía. Pero no podía.
- ¿Seguro?
- No le he visto en mi vida.- dijo con voz fría y dura, intentando sonar convincente. Y lo fue.
- Entonces, vete muchacho.
Él la miraba con gesto extraño, dolido. No comprendía lo que pasaba, quería preguntárselo a su madre, pero ésta le miraba con seriedad y enfado, como si él hubiera hecho algo. De repente, ella ya no era su madre, era una desconocida a la que su presencia molestaba. De repente, se encontraba solo en el mundo, intentando encontrar explicaciones y sin nadie que se las diera.
- ¿Es que estás sordo? ¡Vete!
No le quedaba más opción. Nadie iba a decirle nada, nadie le quería ya allí, nada le retenía en ese lugar. Era libre, infelizmente libre.
Entonces, sin pensarlo dos veces, se dio la vuelta, salió a la calle y comenzó a caminar sin rumbo fijo. Cuando ya se hubo alejado lo suficiente, echó la vista atrás. No pudo evitar que un escalofrío recorriera su cuerpo al contemplar como su casa, sus recuerdos, su vida hasta ese momento no era más que una triste choza medio derruida, en la que permanecía escrito con grandes letras negras: JUDIOS FUERA. Y allí, atrapada en esa chabola, estaba ella, con las manos atadas atrás y con el fusil en su cabeza. Todo pasó muy rápido. Un sonoro estruendo resonó entre las paredes aún en pie y ella calló hacia un lado. Aún sigue sin entender qué sintió en ese momento. Corrió cuanto pudo, sin saber hacia dónde, intentando dejar todo atrás, como si el pasado le persiguiera, pisándole los talones y esperando el momento oportuno para derribarle. Quiso gritar, pero de su boca sólo salió un lastimero gemido, un leve sonido desgarrado, un jirón de alma. Y volvió. Desanduvo el camino y volvió a la que alguna vez fuera su casa. Espero a que nadie mirara y entró. De ella no quedaba mas que su sangre. Sangre de su sangre. Lágrimas surcaron sus mejillas y cayeron al charco de rojo líquido. Buscó en sus bolsillos y encontró un pañuelo blanco, algo sucio. Lo manchó con un poco de sangre y se fue. Hasta el día en que muriera, no hubo instante en que ese pequeño trozo de tela se separara de su corazón.
2 comentarios:
Simplemente genial =)
Vaya, llevo un tiempo preguntándome quién es el Ángel éste que me había firmado y eras tú :)
No podía ser nadie mejor ^^
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