domingo, 26 de septiembre de 2010
Un chicle helado
Y se despertó en medio de la oscuridad con la absoluta certeza de que en si vida algo iba mal, alguna de las piezas del puzzle no acababa de encajar. Y al abir los ojos encontró entre sus manos trozos punzantes que rasgaban su piel. Y al mirar, halló su corazón roto en pedazos, bañados en lágrimas sin color, en lágrimas rojas. Y sintió que el gato pardo de la ventana se burlaba de él, que la Luna le miraba con desprecio y sin pudor, que su alma clamaba compasión. Sintió tanta soledad que la habitación se hizo más y más grande, y él, más y más pequeño, hasta que llegó a confundirse entre las motas de polvo que habitaban bajo su lecho. Aquellas que, alérgenas, contemplaron cómo caía un coloso, cómo se derrumbaba un corazón, cómo una rosa parda enamorada de un gato rojo se marchitaba sin perdón, regalándole al tiempo, impotente y dolorida, cada uno de sus pétalos, hasta quedar desnuda y cubierta de pinchos con rencor. Y es que todo tiene que acabar, porque seguir prolongando algo que ya llegó a su final es como estirar un chicle helado a la luz de las estrellas.
sábado, 11 de septiembre de 2010
Al borde de la noche
Tenía en el alma la mirada perdida de quien busca las estrellas en una noche nublada. En sus ojos enrojecidos se sentía el silencioso gritar de unas lágrimas escondidas tras la vergüenza disfrazada de ánimo. Y es que nadie quiere sentir que se caen los muros que esconden el alma, como quien sale de la ducha y a mitad de camino pierde la toalla. Nadie busca sentir que siente que no sabe lo que siente, porque sentir y no saber es luchar con tirachinas en una batalla de armas. Nadie quiere encontrarse con una interrogación que anhela ser respondida, y con una exclamación que se alarma ante tal posibilidad. Sólo quien no quiere encontrar bellotas las busca con interés en un arrozal, aliviando la curiosidad, calmando el miedo, dando de comer a una vaca comida de perro. Ni siquiera un perro quiere tener que decidir entre quedarse tras un telón de seda rosa o plantarse en un escenario sin luz, porque no quiere salir ante las miradas policíacas de un público a oscuras, porque sabe que tras el telón nunca dirá su guión, un guión sin título y con autor, cuyas frases se escriben entre los aplausos y abucheos de aquellos que contemplan la obra. Espectadores varios y pintorescos, algunos con interés amable y agradable, otros con maliciosa curiosidad, que aplauden o abuchean guardándose entre las hojas del programa el origen de su alegría o pesar. Al fin, las nubes se fueron, las estrellas aparecieron, y en medio de tanta consternación, dirigió, sin saberlo, la mirada al suelo en el momento más inoportuno, privándose de la verdad, agachando la cabeza con condescendencia ante el disfraz de una fiesta a la que nunca asistirá.
lunes, 6 de septiembre de 2010
Quién
Quién le iba a decir a la gota, libre y victoriosa, que llegaría a estrellarse violentamente contra el suelo, como quien se queda sin respiración, como cuando se va la luz sin avisar, y entre sombras contemplamos el tiempo sin pensar. Quién le iba a decir al Sol, triunfante y brillante en el cielo, que pasadas las ocho, se escondería vergonzosamente, amedrentado por una bella dama con cara de queso. Quién le iba a decir a los sueños, dulces e imaginativos, esplendorosos en su transcurrir, que acabarían saliendo por la puerta de atrás al sonar de un sórdido timbre de reloj. Quién te iba a decir a ti, vida grandiosa y magnífica, que llegaría tu final sin ni si quiera avisar, falto de modales, ni un adios o un hasta nunca jamás. Por eso, gotas futuras, disfrutad vuestro descenso mientras podáis, sin preocuparos de si lo hacéis bien o mal. Por eso, Sol madrugador, ilumina con cariño a tus criaturas saboreando cada rayo que das. Por ello, sueños nocturnos, fantasead cuanto queráis, sin pensar en el tiempo o en la realidad. Por esto, vida, agradece cada latir de tu corazón, cada respirar de tu pecho. Siente el tiempo pasar por tus venas sin cesar, que la vida tan pronto viene, tan pronto se va, y no malgastes ni un segundo pensando en lo que pueda pasar, que lo que el destino dicte, en su momento se sabrá, y es una pena dormirse en el viaje sin contar las lineas blancas que el bus se zampa al rodar.
jueves, 2 de septiembre de 2010
Érase una vez...
Hubo una vez un hombre que acudía todos los días al mar, y desde las rocas contemplaba las olas estrellarse sin cesar. Dicen que aquel hombre buscaba algo. Dicen que anhelaba historias, algo que contar. Entre las piedras esperaba encontrar palabras, frases sin terminar, cuentos sin dueños, fantasías sin final. Las olas murmuraban cosas, la brisa le susurraba sin parar. Pero por más que él escuchaba, nada lograba entender. Cada tarde, desde el borde del acantilado, su larga sombra se podía contemplar, hasta que el sol se escondía en el horizonte y la noche se lo tragaba sin piedad. Un día el sol se hizo de rogar y, escondido entre nubes grises y negras, alargó su letargo sin preguntar. Cuando al fin se dignó a asomarse en el cielo, aun con legañas en los ojos, una sombra surgió de la nada, y en el mar se descubrió su macabra silueta, la de aquel que busca sin razón, que escarba sin parar y, sin darse cuenta, se entierra en su propio buscar. Dicen que el mar se lo llevó, que la sal le corroyó. Alrededor de sus huesos, alguien pudo un día encontrar un montón de palabras partidas por la mitad, escombros de una historia que se derrumbó al empezar. Érase una vez...
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