sábado, 10 de septiembre de 2011
La caja de Leyre
Últimamente ya no sabe cuándo tiene que reir o llorar, cuándo soltar una carcajada tan sonora que rompa el espacio que la rodea, cuándo encoger su habitación hasta convertirla en una caja pequeña que aprisiona su corazón y ahoga sus pulmones. Ha perdido su manual de instrucciones y ya no recuerda cómo tenía que hacer para reiniciarse, para dejár atrás esa locura transitoria que lleva ya demasiado tiempo transitando por su cabeza. El cielo, mientras, sigue a sus asuntos. Y a pesar de ser verano, alterna días de inmenso calor y grandes nubes negras con otros en los que el Sol cubre todo el horizonte, desconcertado ante la idea de sonreir con más ganas que nunca y sentir que todos a su alrededor tiritan de frío, quizás de miedo algunos; otros, por un exceso de café. Y así sigue ella, la pobre Leyre, intentando hacer coincidir sístole y diástole a su debido tiempo. Por las noches se tumba en la cama y se pone a llorar, porque no hay nana que pueda dormirla, que haga que sus ojos se cubran de una fina capa de sueños sin que antes den mil y una vueltas atolondrados por el zumbido incesante de su cabeza. Y, es entonces, cuando no sabe si encoger su habitación hasta convertirla en una caja pequeña que aprisona su corazón, si meterse debajo de las sábanas e ignorar el brillo de las estrellas; o si debe saltar en la cama hasta oir los muelles gritar de diversión, abriendo puertas y ventanas, extendiendo los límites de su alma más allá de lo que el Cielo y la Tierra pueden abarcar, restregándose las lágrimas por su cara a modo de bálsamo hidratante, de brillo de ojos. Con tanta actividad, acaba por rendirse extenuada a los encantos de Morfeo, sin saber aún si al despertar, el Sol llenará de calor la Tierra, si al abrir los ojos debe dejarse llevar llevando o resistirse pataleando en su pequeña caja de cristal.
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