Volvió a suceder. Una vez más, sus esperanzas se habían estirado hasta casi volverse invisibles, como un chicle rosa que se convierte en transparente cuando de forma inocente lo conviertes en un globo. Y, al igual que la pompa de chicle, sus esperanzas explotaron una vez más. Se quedó con esa sensación de estupidez que sientes cuando te llega el chicle hasta las cejas y torpemente intentas deshacerte de los restos sin sentirte más humillado. Pero, al igual que el chicle, las esperanzas son adictivas y, una vez recuperado todos los restos, en vez de tirarlo volvió a mascarlo, con la ilusión de volver a hacer una pompa más grande y rumiando la ingenua idea de que a la siguiente no explotaría. Y así, una vez más, cogió sus sueños rotos y los unió a duras penas. Cada vez que unía sus maltrechos trozos, su sueño se desconfiguraba un poco más, al igual que un puzle que, cuantas más veces haces, más piezas faltan. Pero a él le daba igual, le gustaba ese puzle, le encantaba mascar ese chicle porque, en definitiva, se había enganchado a sus esperanzas. Y ya no importaba que, día tras día, estas chocaran con la realidad y se hicieran añicos, y sus miles de pedazos cortantes rasgaran su alma por dentro. Qué más daba si al sonreír por dentro lloraba mientras pudiera aferrarse a la romántica idea de que algún día su sueño se iba a hacer realidad. Porque a veces, hay luces que nos guían por caminos llenos de obstáculos, caminos imposibles de los que al final tenemos que huir antes de que nos maten. Pero no hay nada como ver que en el horizonte hay una luz que ilumina un mundo distinto. Por eso, cada mañana, volvía a emprender ese sendero lleno de matorrales que arañaban sus piernas, de cuestas imposibles y rocas puntiagudas.
Pero, al igual que los chicles, llega el momento en el que no dan más de sí, en el que el sabor se convierte en amargo, en el que son imposibles de estirar sin que se rompan con solo intentarlo. Llega el momento en el que la imaginación no basta, en el que los sueños solo duelen y la esperanza es una losa en el fondo del alma, que se hace un nudo en el estómago y te impide dormir. Hubo un día en el que estiró el chicle una vez más, pero la pompa fue ridículamente enana, ínfima, y su estallido fue tan sonoro y doloroso, que supo que tenía que tirarlo. Porque hasta la luz puede llegar a cegar y sumirnos en una oscuridad incierta. Y ese día, su corazón lloró, pensando que jamás volvería a hincharse de emoción al pensar que un sueño podía hacerse realidad. Sus lágrimas anegaron una almohada gris, cansada de soportar el peso de una fantasía nocturna imposible de realizar. Sus llantos acariciaron las paredes por última vez y, de alguna forma se durmió. Pero, al igual que un chicle, las esperanzas jamás se pueden abandonar, y en lo más hondo del ser dejan un vacío lleno de su esencia imposible de reemplazar. Por eso, su chicle duerme en papel guardado en el fondo de un cajón. Por eso, un puzle sin piezas descansa bajo su cama. Y, todas las noches, justo antes de dormir, y aunque él no lo sepa, una lágrima se escapa de sus ojos, y vuelve a empapar la almohada de un sueño que su corazón ansía realizar.