sábado, 20 de marzo de 2010
Almendro
El suelo estaba encharcado, la tierra mojada, el cielo oscuro. Las lágrimas de ella se confundían con la lluvia, o quizás la lluvia con las lágrimas de ella. Cada gota sonaba igual, pero sus lágrimas al caer eran distintas. Sonaban a tristeza y a amor, amor del que da luz en la noche, del que construye puentes y atraviesa montañas. Llevaba nueve meses dentro de ella. Dos corazones latiendo armoniosamente, uno más rápido, cada vez más rapido, otro más lento, cada vez más lento. Le había dado todo el calor y cariño que había podido. Y él no quería salir, ni ella que saliera, pues ello la hacía sentir como si le faltara un brazo, un ojo, un pie... Pero era inevitable. Entre gritos de dolor que la lluvía acuchillaba, que el cielo gris envolvía, llegó al mundo. El agua se tornó roja. Con sus manos ensangrentadas cogió a la criatura. Y al verlo, comprendió que todo cuanto había hecho en su corta vida, todo cuanto la había llevado hasta allí, bueno o malo, había merecido la pena. Ahora todo tenía sentido. Lo acurrucó en su brazo, y le dió todo el amor que podía, toda la vida que le quedaba. Y su corazón dejó de latir, descansó por siempre jamás. Y al exhalar el último suspiro, el bebé arrancó a llorar, llenando sus pulmones de aire, de vida. Al amparo de un almendro siguió llorando, viviendo. Una hoja cayó al suelo y se mojó. Seca y triste, se pudrió y desapareció. En su lugar, un verdor comenzó a surgir. Y siguió creciendo bajo la lluvia, que lloraba sin cesar, viendo cómo la vida viene, cómo la vida se va, y en medio la muerte le da un descanso para coger fuerzas.
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1 comentario:
No hay nada más grande, que ver nacer o dar a luz a un ser vivo. No hay nada más triste, que ver morir a un ser vivo.
Todo forma parte de todo.
Hermoso texto. Con un sentimiento profundo de amor a la vida.
Te dejo un abrazo muy sereno,
Naia
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