Cuenta una leyenda que hubo una vez un hombre que, agotado de caminar, se sentó a la sombra de un árbol, en el interior de uno de los bosques más exuberantes, vivaces y frondosos que pueda haber contemplado jamás el ser humano. Estaba cansado de que su camino fuera tan largo y complicado, tan lleno de penumbras... no dormía por las noches tratando de entender por qué algo tan vital como un árbol le obligaba a él a vivir en el limbo de las luces. Y es que a veces es difícil de aceptar que las cosas que nos dan la vida, nos la quitan; porque a veces no nos dan la vida, sino ganas de vivirla... aunque sea mas corta o complicada. Y así, descansó sobre un mullido colchón de contradicciones que cada vez se enredaba más con las raíces del gran árbol bajo el que descansaba. Y cada vez eran más, raíces y contradicciones: ¿por qué amar a veces hacía daño? ¿Por qué a veces querer parecía no ser suficiente? Y cada nueva que se enredaba, lo ataba más de pies a la tierra del bosque que ansiaba sumar una nueva vida en el bosque. Y cada raíz de más que el árbol hundía en la tierra, una nueva hoja crecía en lo alto, haciendo de su camino cada vez más penumbroso. Poco a poco, el día y la noche se hicieron cada vez más semejantes, sólo diferenciados por las rutinas de los pequeños habitantes del bosque. Y es que un lobo, por muy oscuro que esté, sólo aúlla de noche, cuando sabe que la Luna está en el cielo, melancólica, esperando que un peludo animal de sangre caliente y valiente corazón reclame su angustia en la helada oscuridad con la que el sueño del Sol inunda hasta los más recónditos lugares del bosque.
Así pasaron los días y las noches, o más bien, las noches de verdad y las que jugaban a serlo, mientras el caminante abandonó su camino, que desapareció al no andar, pues no hay un sendero sobre la tierra, solo las huellas que uno deja detrás, que son al mismo tiempo, un borroso mapa del rumbo que uno debe tomar.
Cuenta la leyenda el pobre viajero se durmió en una de esos días que jugaban a ser noches, y en medio de su sueño, surgió la última duda que asoló su corazón con mayor virulencia que cualquier otro sentimiento que pueda albergar nunca el pecho de un hombre. Tal fue el tamaño de la duda, que el árbol no dudó ni un sólo instante, y con decisión clavó en lo más profundo de las entrañas del bosque la última raíz que habría de darle tanta vida como para vivir por los siglos de los siglos, la misma que el caminante dejó escapar en el último suspiro antes de dormir.
Desde entonces, hay un árbol en el bosque que no muere, que jamás pierde hojas caducas en otoño y al que ni siquiera el duro invierno consigue atormentar. Su espíritu es perenne, pero su karma es caduco, y caducó el mismo día en que el caminante exhaló el último de sus alientos.
Dicen que tal es su fama en el bosque, que hasta el nómada del mundo, que en todos lugares habita pero a ninguno llama hogar, una vez al año, en la época de nieves, por allí se deja caer, para rendirle tributo al alma del pobre viajero, a lomos de un lobo con el que consiguió entablar una turbulenta amistad.
Pequeño nómada, huye de ese lugar, no dejes que la duda sea tu hogar. No dejes que tu hogar sea la duda que asole tu vida y que borre las huellas de tu andar. Porque no hay camino, se hace camino al andar.
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