Y, de repente, un buen día, todo cambió tan bruscamente que a punto estuvo de ahogarse en su asombro. De pronto, algo retumbó en su interior e hizo que vibrara desde los dedos de los pies hasta el último pelo de la cabeza. Tan fuerte, tan intenso, que pensó que no era él, sino el mundo entero el que de repente se estremecía. Y, sin embargo, era cierto, ahí estaba. Su corazón volvía a latir, perezoso primero, vigoroso después. Poco a poco, la sangre se extendió por su cuerpo, inundando todo a su paso de una extraña sensación. El calor regresaba a sus brazos, la emoción le embargó hasta tal punto de que creyó estallar. ¿Qué iba a hacer ahora? Allí estaba, paralizado por el asombro, mirando absorto como en su antebrazo volvían a dibujarse tenues y sinuosas líneas azules. No supo qué hacer, no supo a dónde ir ni cómo liberar la energía que llenaba su cuerpo. Tuvo miedo, mucho miedo de hacerlo mal y perderlo todo, de volver a sentir que la llama se apagaba por intentar avivar el fuego, que el barco se hundía por intentar navegar demasiado lejos. Se aferró a sí mismo atrapándose en sus brazos intentando que nada se escapara, como si temiera deshacerse en pedazos y quisiera mantener los trozos unidos en un equilibrio imperfecto.
Pero lo que sin ser esperado llega, sin querer se va. Su corazón descendió el ritmo, cansado de latir sin motivo, exhausto por tratar de mover un muro de hielo. Los latidos cada vez eran más débiles, cada vez menos audibles... hasta que el silencio volvió. En su interior solo quedó de nuevo ese recuerdo que uno espera mantener vivo para siempre, pero que el tiempo se esfuerza en desdibujar hasta dejar de él un boceto borroso e impreciso. Cuando todo hubo pasado, resignado volvió a caminar, de nuevo sin esperar nada delante, sin dejar nada detrás, salvo los trozos rotos y resecos de un lienzo gris que no se atrevió a pintar.
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