De cara al horizonte: Un café sólo

sábado, 20 de noviembre de 2010

Un café sólo

Con sus dedos tocaba las fibras de su corazón y este latía de forma parecida a una guitarra. Los pájaros volaban ya a sus casas y el sol se escondía entre las torres más altas de la ciudad, sonrojado, con la sensación de que esa noche tampoco sería capaz de dormir. Escuchó sus palabras, dulcemente amargas, como un zumo de naranjas pasado, como suena un violín desafinado. Sabía que cada paso era el último, que en cada zancada llegaba al final, allí donde la verdad le estaría esperando sentado en la barra de un bar para invitarle a un vaso de agua fría. Disfrutó cada instante, captando la esencia de cada una de las imágenes que en sus sueños recordaría cada noche, y que poco a poco se emborronarán, se desgastarán, como lo hace un chicle mil veces mascado, como se difumina el agua del mar al llegar a la orilla. Sintió cómo aquello que le daba vida, que le daba alas para volar lejos, le quitaba el aliento y, poco a poco, volaba a ras de suelo hasta posarse brusca e indefinidamente. Escuchó los pasos con los que todo acababa, con los que un sueño terminaba por siempre jamás, y sin querer se guardó la melancolía en el bolsillo. Por fin, todo terminó, el tren lanzó su último aviso y el revisor su mirada más severa, y de forma torpe pero decidida, deslizó su tripa sobre el frío acero, cada vez más rápido, cada vez más irreversible. Y al salir de la estación se llevó las manos a los bolsillos para resguardarlas del frío, y en ellos halló la melancolía que se llevó como quien se lleva un sobre de azúcar de la cafetería. Y con él se hizo un café con azúcar caducado. Sólos, él y el café.

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