viernes, 26 de febrero de 2010
El Sol jugó al escondite
Quiso amar, quiso ser feliz, quiso disfrutar y quiso sentir tantas cosas, que se hundió. Quiso navegar más allá de lo que su velero podía, y al intentarlo, la mar, impasible e intransigente, castigó a quien quiso rebasar sus límites. Quiso tocar con los pies aquello que ni si quiera podía tocar con las puntas de los dedos. Quiso respirar tan fuerte que aspiró humo y se quemó la garganta, y al toser, escupió rosas. Al tocar el suelo se marchitaron y se convirtieron en tierra, tierra muerta. Una extraña solemnidad inundó el lugar, y el rojo bermellón se mezcló con el marrón. El color de la angustia, el sabor de la desesperación, el regusto del vómito permaneció en sus recuerdos. Y sintió tanto dolor, tanto sufrimiento, que su alma se desgarró entre lamentos, lamentos suplicantes, dejando heridas lacerantes que sangraron hasta el atardecer. Carne quemada, piel helada. Pidió perdón al mundo por salpicar el lienzo con puntos negros y se escondió detrás de un almendro. A la mañana siguiente, una cruz, un mármol negro, una frase: "Siempre quise ver el sol tras las nubes negras". Y el Sol se avergonzó al oir en susurros su nombre. Detrás de una piedra aún está. Llámalo, que no vendrá.
domingo, 21 de febrero de 2010
La difunta nube
La nube se hizo pedazos en medio de un sonoro estruendo. Todos los presentes sucumbieron a la tristeza de la tragedia y pronto los cielos se llenaron de lágrimas de hojarasca. Los árboles decidieron desnudarse y presentar sus respetos, algo que no gustó a muchos, pues no se debe enseñar las vergüenzas en un acto de luto, pues por algo se llaman vergüenzas. Osadía e interés vegetales aparte, el resto de los asistentes se conmovieron visiblemente, sentados en sus sillas de madera plegable, las sillas, que no la madera. Y cuando hubieron de marchar, sus pasos crujieron en el suelo al pisar sus pies la gravilla, como si la tierra se sintiera culpable por hacer ruido, como si fuera un hijo que llega tarde a casa y hace chirriar la puerta al intentar entrar sin perturbar el sueño de sus padres. Pronto, una larga hilera de sillas quedó vacía, mirando al mar, que a lo lejos gritaba, no se sabe si de alegría o de emoción, de tristeza o de diversión. El pianista llegó, y se percató de su tardanza. Mas decidió ser profesional y comenzó interpretando la que sería la última canción que escuchara la difunta. Las sillas de madera, el piano de madera, el pianista de humanidad, se mojaron por las lágrimas de tanta tristeza. Pero todos y cada uno de ellos permanecieron impasibles e inmóviles, unos por necesidad, otros por voluntariosa obligatoriedad. Las notas jugaron a ser la protagonista, y se batieron en duelo en una partitura imaginaria que subía describiendo espirales hacia el cielo donde se dieron cuenta de su desliz, y guardaron silencio por respeto y deferencia. Unas se lo dijeron a otras, por lo que las últimas notas llegaban ya en silencio a la sala de espera. Cada vez más en silencio, hasta que la última de todas se enfadó, y se agarró a la cuerda del piano tanto como pudo hasta romperse y hacerse silencio, silencio total, silencio absoluto. El pianista, molesto consigo mismo y con sus notas, cerró el piano de golpe y se marchó. La obligatoriedad voluntariosa iba tras él siguiéndole los pasos, y el lugar cayó en el olvido una vez el músico desapareció tras la parte de linea del horizonte que no ocupaba para sí el egoísta mar.
viernes, 19 de febrero de 2010
Un cortado, por favor.
El cristal lloraba de risa observando cómo él, ingenuo e inocente, esperaba aún que apareciese, removiendo el aire de una taza vacía, que probablemente nunca se llenaría. Vacía, al igual que sus esperanzas, al igual que su vida, al igual que su alma. Y el cristal seguía llorando, y tanto se mofó de su desdicha, que las lágrimas se tiñeron de rojo, de rojo pasión, de pasión marchita, como se marchita una flor seca, mustia y olvidada por su dueño que un buen día, de buenas a primeras, dejó la regadera en el desván, dando cobijo entre sus recovecos a arañas y animales de todo tipo y tamaño. Y del rojo pasó al negro, negro oscuro y siniestro. La luz que un día iluminó sus vanos deseos se extinguió cansada de marcar un camino invisible que nunca atravesaría. La desilusión condujo a la tristeza, la tristeza a la resignación, la resignación a la locura. Y el cuervo del alféizar, aquel que pasó sin pedir permiso, se atrevió a mirar por el cristal, que aún lloraba desconsolado. Cuando se percató de haber sido descubierto, alzó el vuelo presuroso, temiendo ser protagonista de una historia ajena. Todo se volvió amargo, como el café que nunca se llegaría a tomar. Se levantó, dispuesto a dejar una taza blanca e impoluta sobre una mesa para dos. Entonces la puerta se abrío, chirriando, como en esas películas en las que alguien espera a otro con expectación, haciendo de un sonido agudo y desagradable, lo más importante sobre la faz de la tierra. Al fin apareció. El camarero llegó y pregunto:
- ¿Qué va a tomar?
- Un cortado, por favor.- respondió él sin pensárselo dos veces.
- ¿Qué va a tomar?
- Un cortado, por favor.- respondió él sin pensárselo dos veces.
lunes, 15 de febrero de 2010
El desdichado y su desdicha
Se halló de cara al blanco y puro lienzo, intentado discernir cómo remediar su virginidad.De repente sintió que quería pintar muchas cosas, y sabía como pintarlas todas juntas, pero no cada una de ellas por separada. Y se dió cuenta de que todas no cabían. La noche se hizo, la oscuridad lo envolvió todo, mas el lienzo brillaba a la luz de la luna, anhelando albergar algo en sus entrañas. Y el pintor ansió comenzar a pintar, y el cuadro ser pintado, y los pinceles, empapados en color, y el caballete, librarse de tan pesada carga. Pero la noche no trajo consigo respuestas. Las preguntas se acumularon y formaron una pesada carga que se hundió en el alma del desgraciado pintor, provocando un enorme socavón oscuro y un ruido sordo y seco al tocar fondo. Las estrellas comenzaron a aparecer, burlonas, en el cielo, iluminando aún más al desdichado y a su desdicha, que refulgía de pena. Lágrimas comenzaron a brotar de los ojos del angustiado pintor, mojando incoloras el lienzo puro. Un cuervo de brillantes ojos negros se acomodó en el alféizar de la ventana y una helada brisa pasó sin pedir permiso y se fue por la puerta abierta. Tanto fue el dolor, tanto el sufrimiento, que se le nubló la vista y se perdió en una espiral de oscuridad. Al despertar, un trozo de blanca tela saludaba al sol que secaba las lágrimas de su húmeda piel. El pintor despertó, confuso y aturdido, intentando recordar la noche anterior. Y decidió pintar un cuadro mientras hacía memoria. Poco a poco, otra montaña de escombros sin respuesta comenzó a dejar su pesada carga encima del alféizar del alma, que miraba a la ventana pidiendo clemencia sin hallarla.
viernes, 12 de febrero de 2010
Hielo y agua
Quiso ser, y queriendo se vio siendo. Y anheló llegar pronto al ser, y disfrutarlo, y quererlo y amarlo. Reprodujo cada instante del momento, cada hora y minuto, cada segundo futuro. Marchaba seguro de su ser, y apremiaba a la vida tomar para si lo que ya había tomado a hurtadillas. Y llegó el día D, la hora H, y permaneció de pie sobre hielo sólido esperando su premio. De pronto, lo sólido se desvaneció, el hielo se evaporó, y todo a su alrededor se hizo oscuro, melancólico. Se agachó en la espesa negrura para zurzir los agujeros de su alma, desgastada y roída, y escuchó las disculpas y la vergüenza. En el reflejo de la frustración disfrazada, contempló a la gemela vanidosa reirse de él. Abatido, desolado y derrotado, escogió el primer rincón que palpó a tientas, donde se dispuso a remendar los desmanes que la ingenuidad habían causado a su alma. En la intimidad de la noche ciega, derramó lágrimas secas, áridas, que fueron apagando el llanto de un dolor persistente y tenaz. Fue entonces cuando decidió que nunca más pasearía sobre el hielo, sin percatarse de que en ese mismo instante una placa de agua helada comenzaba a formarse, sigilosa y cruel, bajo un charco de polvo de lágrimas.
lunes, 8 de febrero de 2010
Decir
Mírame a los ojos y dime si no ves un brillo difuso, el lamento errante de una luz palpitante que en el pasado olvidó su existencia y del futuro no quiso saber nada. Dime al oído si no sientes la desesperación de un alma dolida, que busca refugio en la paz de una noche ennegrecida por el hoyín de aquella luz que tanto brilló. Quiero la verdad, al menos tu verdad. Quiero que me digas que conoces la historia de mi amigo, aquel que lleva corriendo tanto tiempo una maratón llena de obstáculos, saltos, baches y ríos. Dime que sabes que hay que darle nueces porque le sientan bien, y que si le das muchos disgustos puede acabar hiperventilando en la cuneta de una calle peatonal. Quiero que sientas la inmensidad de lo oculto, de aquello que se mece tras mis miradas, que se trasluce de mis palabras vanas, que se advierte vagamente en mis gestos de conveniencia. Dime que recogerás las gotas que caen de la ventana empañada, que con ellas alimentarás los recuerdos de aquel que las poseyó. Quiero saber que limpiarás el cielo de excrementos y llenarás con ellos la maceta de una nueva planta, que crecerá vigorosa hasta nuevo aviso. Quiero respirar y sentir que, estés donde estés, comprendes que una "a" puede querer decir muchas cosas, incluso llegar a ser una "e", y si me apuras, una "o". Dime algo, pero no te quedes callado mientras observas con gesto de tristeza y compasión a veces, otras, de indiferencia muda y consentida, cómo el agua va del mar al cielo, y antes de poder decir adiós, vuelve a sentir las cosquillas que los peces le producen al nadar aleteando sin cesar.
El perro y su amiga
Se percató, aunque quizás demasiado tarde. Estuvo bien para salir del paso, para pasar un buen rato. Pero esa máscara que se había puesto en la fiesta de disfraces se había adherido a su rostro más fuerte de lo deseado. Ahora, sentía angustia y presion. Sufría con solo pensar en quitársela, en cortar ese fino y tozudo hilo que rodeaba su cabeza. El fuego consumió las llamas, y las ramas ascendieron y se disolvieron en el aire. Pero ya no eran ellas. La música sonó, las notas revolotearon juguetonas a la par que unos dedos anónimos acariciaban suavemente una gran boca de madera. Alguien apareció con una máscara igual que la suya. Ambos desaparecieron, y tras las llamas de maderas voladoras se perdieron. Nadie más supo nunca qué fue de la chica y el perro de la máscara de cristal. Al anochecer, un ladrido. Y al amanecer, un silbido. El resto del dia, la mar ronronea, apremiando a Chopin a tocar una vez más.
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